Época: demo-soc XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Sociedad en el siglo XVIII

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

El clero compartía con la nobleza su condición de estamento privilegiado y era reconocido, teórica y tradicionalmente, como el primero en rango y honor. Su capacidad de influencia en la sociedad seguirá siendo notable. Pero, más acusadamente que la nobleza, y debido a la presión centralizadora de las monarquías absolutas, al ataque de los intelectuales ilustrados, a la creciente desacralización de la sociedad, a los efectos de ciertas disputas teológicas -aunque mucho más débiles que en el pasado- y, sobre todo, a la ruptura de su monopolio doctrinal por el avance de la tolerancia, no traspasará incólume las fronteras del siglo.
El clero europeo del siglo XVIII era muy heterogéneo y muchas de las afirmaciones generales que sobre él puedan hacerse, incluso las más elementales, exigen matizaciones. Había enormes diferencias entre el mundo católico y el protestante, por un lado; entre los distintos países de una misma confesión, por otro, y, finalmente, dentro del estamento en cada país.

Para comenzar, sólo en el área católica se reconocía jurídicamente al clero como estamento privilegiado y a ella limitaremos nuestra exposición. Se trataba, en teoría, de un grupo bien definido, formado por individuos que libremente, guiados por la vocación, se integraban en él mediante un acto jurídico-canónico la tonsura o administración de las órdenes sagradas-. En la práctica, sin embargo, las decisiones personales podían estar fuertemente condicionadas por elementos ajenos a toda consideración religiosa, y el clero constituía, en la práctica, una de las salidas naturales de la nobleza, una vía de acomodo o de ascenso social para muchos o el destino impuesto por algunos padres a sus hijas a quienes resultaba difícil concertar un matrimonio apropiado. Y no faltaban situaciones de cierta ambigüedad con algunos de los ordenados de menores o con personas vinculadas a los conventos que difuminaban de hecho los límites entre clérigos y laicos.

También algunos de sus privilegios deben ser matizados. Desde mucho antes del siglo XVIII se redujeron las exenciones fiscales eclesiásticas. Así, por ejemplo, en Francia el clero contribuía al sostenimiento del Estado con una suma considerable, el denominado don gratuit; en los Estados Pontificios debía pagar un elevado impuesto sobre la tierra, y en España, además de la tributación indirecta, debía hacer frente a diversas cargas parafiscales. Hubo, igualmente, un esfuerzo por recortar los privilegios jurídicos, si no los de los eclesiásticos propiamente dichos, sí los de la Iglesia, restringiendo sustancialmente, por ejemplo, el derecho de asilo en los edificios sagrados. Igualmente, se prosiguió en el camino hacia la nacionalización de la aplicación del Derecho canónico, reduciéndose al mínimo las apelaciones a Roma, mientras que la firma de concordatos entre el Papado y los Estados católicos (con Portugal, en 1740; con Nápoles y Cerdeña, en 1741; con España, en 1737, y, sobre todo, en 1753) otorgaba a los monarcas el nombramiento de un gran número de cargos y prebendas eclesiásticas, reduciendo de paso la corriente dineraria que afluía hacia Roma.

Las riquezas eclesiásticas eran cuantiosas. Procedían sus ingresos de la percepción de diezmos, proporción variable de la producción agro-pecuaria que llegaba hasta el 10 por 100 bruto, aunque frecuentemente era algo más bajo; de los derechos de estola, es decir, del cobro de los distintos servicios prestados por los eclesiásticos; y, finalmente, de la explotación de un patrimonio raíz e inmobiliario no faltan tampoco señoríos- acumulado durante siglos por viejas donaciones reales y continuas transferencias de propiedades por los fieles a titulo de limosnas, donaciones y fundaciones post mortem. Se estima, por ejemplo, que en gran parte de los Estados católicos la tierra bajo dominio eclesiástico oscilaba del 7 al 20 por 100, superándose a veces con mucho dicha proporción. En Francia, por ejemplo, suele ser inferior al 10 por 100, pero en Nápoles es prácticamente la tercera parte, proporción todavía superada, acercándose a la mitad, en Toscana. Son cifras, sin embargo, sobrevaloradas, entre otras razones, porque suelen incluir los bienes de instituciones asistenciales (hospitales) o docentes y de otras paraeclesiásticas (cofradías) que no eran estrictamente religiosas o cuyas rentas no iban directamente a los eclesiásticos. Y no hay que olvidar que la práctica de la limosna -una de las formas establecidas de redistribución de la renta- consumía cuantiosos recursos de personas e instituciones eclesiásticas. Pero, sobre todo, no hay que olvidar que, desde el punto de vista económico, la Iglesia no es más que una abstracción, ya que estaba constituida por multitud de unidades de muy distinto significado, desde el más opulento monasterio o arzobispo al cura de aldea que no pocas veces experimentaba dificultades similares a las de sus feligreses para subsistir.

El número de clérigos era mayor del que se precisaba para una adecuada asistencia religiosa de los fieles, debido a la existencia del clero regular y a la proliferación de prebendas, beneficios y capellanías, aunque siempre fue mucho menor que el denunciado por ilustrados y filósofos. En Francia, por ejemplo, Moheau, en 1774, los estimaba en 130.000, es decir, el 0,5 por 100 de la población total (los filósofos hablaban de 500.000). La proporción se superaba abiertamente en países como Portugal (1 por 100, aproximadamente) y, sobre todo, en España (1,6 por 100 en 1787) y algunos Estados italianos (2,5 por 100 en Nápoles, 3 por 100 en Toscana). Los efectivos del clero secular se mantuvieron estancados o descendieron a lo largo del siglo (en cualquier caso, dado el incremento demográfico general, habría retroceso proporcional), pero en casi todos los países disminuyeron los del clero reglar, sobre todo en la segunda mitad, ya que fue este sector el que concitó los principales ataques de los ilustrados.

Su distribución geográfica era muy heterogénea. En cuanto al clero secular, se avanzó notablemente durante este siglo en la aspiración de la jerarquía de que cada comunidad tuviera su párroco. Pero aún quedaban aldeas sin párroco, mientras se daba una notable concentración de clérigos en las ciudades y núcleos más importantes, dado el carácter urbano de las sedes episcopales y también por la multiplicidad de cargos y fundaciones que en ellas había y por la atracción que la vida urbana ejercía entre clérigos absentistas (aunque el número de éstos tendiera a disminuir). En Aviñón, por ejemplo, había casi un 6 por 100 de eclesiásticos y en Angers, en 1769, el 3,4 por 100 (si bien en esta proporción se incluyen los seminaristas). Maguncia llegaba a contar cerca de 1.000 eclesiásticos, es decir, algo más del 2 por 100 de la población total, proporción similar a la de Bonn y Tréveris. El clero reglar tenía también una fuerte presencia urbana, especialmente las órdenes mendicantes y las renovadas en la Baja Edad Media o surgidas al hilo de la Reforma. Los monasterios rurales solían corresponder a las órdenes (benedictinos, cistercienses) de origen más antiguo.

Si dejamos aparte los miembros de la Curia papal y el Colegio Cardenalicio, altos aristócratas en su inmensa mayoría por su origen familiar, por el papel que desempeñaban en el seno de la Iglesia y por el tren de vida que les permitían sus inmensos recursos económicos, la cima de las jerarquías eclesiásticas nacionales correspondía a los arzobispos y obispos. Designados normalmente por los monarcas y confirmados posteriormente por Roma, su procedencia social era esencialmente aristocrática. En vísperas de la Revolución, por ejemplo, 138 de los 139 obispos franceses eran nobles. Incluso había familias -el caso de los Rohan con respecto a Estrasburgo es paradigmático- para las que determinadas sedes episcopales formaban casi parte de los bienes patrimoniales. Podría así recaer la elección en personas totalmente inapropiadas -"el arzobispo de París debería, al menos, creer en Dios", se dice que exclamó Luis XVI al conocer a un candidato a la sede parisina-, pero no fue la norma. El propio sistema de acceso al Episcopado en Francia, por seguir en este mismo país, aunque fuertemente teñido de clientelismo, solía implicar un período de preparación como "grandes vicarios" (importante cargo subalterno) en las diócesis, lo que les daba una sólida experiencia al respecto. En España e Italia, sin que faltaran aristócratas, había una fuerte presencia de nobleza media y baja en el Episcopado y no pocos procedían del clero regular, con personas de origen plebeyo entre ellos.

Los ingresos de los obispos podían ser elevadísimos -el ejemplo obligado es el Arzobispado de Toledo-, aunque también los había de rentas modestas, como algunos del sur de Francia. Las monarquías modernas les habían despojado del poder temporal que tuvieron en la Edad Media y en el siglo XVIII se reducirá también el protagonismo político que, a título individual, continuaron ejerciendo algunos de ellos (en Francia, reaparecerán colectivamente en los Estados Generales prerrevolucionarios). Los retazos de poder temporal que les quedaban solían reducirse a señoríos territoriales, aunque a veces fueran importantes, como el del arzobispo de Estrasburgo, integrado por no menos de 80 núcleos de población. Subsistían, sin embargo, los principados eclesiásticos en el Imperio, y eran nada menos que 65 (algo más de la cuarta parte del total de entidades representadas) los que tenían asiento en la Dieta Imperial.

No era raro que estos últimos, especialmente si el territorio era de cierta entidad, estuvieran más preocupados por los asuntos políticos de sus Estados que por los religiosos, que solían delegar abiertamente en sus subordinados. Por cierto, hubo entre ellos hombres muy dotados y que, influidos por el espíritu de las Luces, promovieron importantes reformas, como fue el caso, en el Arzobispado de Salzburgo, de Hieronymus von Colloredo, arzobispo desde 1772 (aunque su enfrentamiento con Mozart haya proyectado de él una superficial imagen negativa), o en el de Maguncia, Friedrich Karl von Erthal, elector durante el último cuarto del siglo y muchas de cuyas reformas afectaron, precisamente, a los privilegios eclesiásticos. Persistían también en otras partes viejos abusos. Es tópico recordar a este respecto, por ejemplo, que en 1764 residían habitualmente todavía 40 obispos en París y que hasta 1784 no se les obligó a residir en sus sedes. Pero se puede afirmar casi con seguridad que el tipo de obispo dominante en el siglo XVIII era el que se preocupaba por la correcta administración de su diócesis; que la visitaba con regularidad, personalmente o por medio de sus vicarios; que velaba por la moralidad de los párrocos y la atención espiritual de los fieles y que tampoco desatendía los aspectos temporales, desembolsando cuantiosas sumas en obras de caridad y beneficencia (especialmente, en momentos de calamidades) o en la promoción de proyectos económicos o urbanísticos que en nada desmerecían de los emprendidos por sus respectivos gobiernos.

El siguiente escalón estaba integrado por los miembros de los cabildos catedralicios. Sus obligaciones, nada agobiantes y no siempre cumplidas escrupulosamente, estaban ligadas al culto y administración de catedrales y diócesis. Sus rentas, aunque variables, solían ser saneadas o abundantes, disfrutaban de una alta estima social y, con frecuencia, los cabildos constituían un buen camino para la promoción a los obispados. Eran, por lo tanto, puestos muy codiciados, y, nuevamente con las excepciones española e italiana, donde había más variedad, solían ser ocupados mayoritariamente por miembros de la nobleza, especialmente tratándose de los cabildos más importantes. De formación similar o superior a la del resto de los clérigos, el nombramiento de los canónigos respondía a diversas tradiciones -alguna forma de elección, oposición o cooptación; nominación por el obispo o incluso por un patrono laico, por ejemplo- y su procedencia geográfica solfa ser tanto más localista cuanto menos relevante fuera el cabildo considerado. La vida de los canónigos solía transcurrir apaciblemente y no faltaron en sus filas quienes se dedicaron al estudio y el ejercicio intelectual. En conjunto, sin embargo, domina la impresión de un sector tradicionalista y conservador que, corporativamente, se mostraba como celoso defensor de sus prerrogativas y tradiciones ante cualquier posible intento, viniera de quien viniera, de restricción o reforma. Los repetidos enfrentamientos entre los capitulares de Maguncia y su obispo cuando éste les quiso imponer cambios acordes con el espíritu del siglo son un ejemplo no aislado de ello.

El resto del clero secular -la mayoría- constituía un abigarrado grupo de curas párrocos, beneficiados, prebendados de catedrales, colegiatas y parroquias, titulares de capellanías y otras fundaciones particulares... Había, en primer lugar, variedad extrema en cuanto a su dotación económica, encontrándose desde párrocos con ingresos similares o superiores a los de ciertos canónigos hasta clérigos que vivían, como ya hemos indicado, en un grado próximo a la pobreza. La condición sociodemográfica de las parroquias influía notablemente: en ello y solían ser los curas de las aldeas más pequeñas los más desfavorecidos. Sin embargo, es muy probable que, dentro de la variedad, la mayor parte de los párrocos tuviera una situación económica más que pasable, aunque muchos de ellos se sintieran maltratados por un reparto a todas luces injusto de las rentas eclesiásticas. La oposición existente entre el bajo y el alto clero francés por estas cuestiones fue, por ejemplo, notable. El auténtico proletariado eclesiástico era el dedicado a la asistencia y culto menor de capillas catedralicias y otros templos suntuosos y, más aún, los titulares de capellanías pequeñas y ciertos ordenados sin cargo en expectativa, que se concentraban en las proximidades de la corte o en las ciudades donde radicaban los beneficios a que aspiraban y a quienes la necesidad podía llevar a ejercer las más variopintas y no siempre dignas tareas. Los intentos realizados -a veces, por el poder civil- para remediar esta situación no siempre fueron coronados por el éxito.

Nombrados por muy diversos procedimientos, desde la nominación por autoridades eclesiásticas (cada vez más frecuente) o civiles (en virtud de las facultades otorgadas por los concordatos), hasta el patronato ejercido por algún laico, abundaban los procedentes de las capas sociales medias, tanto rurales (campesinos y artesanos acomodados) como urbanas (profesiones liberales, mercaderes, artesanos de nuevo...), junto con algunos miembros de la pequeña y aun mediana nobleza. Geográficamente, había un fuerte componente regional y diocesano, sin faltar excepciones notables, sobre todo en determinadas áreas urbanas, cuyo habitual amplio radio de atracción tendía a aumentarse, en algún caso concreto, por la escasez de vocaciones locales, dada la mayor incidencia del laicismo. Es característico a este respecto el caso de la cuenca parisina, donde a finales del siglo nada menos que el 80 por 100 de su clero era foráneo.

El mandato tridentino que señalaba los seminarios como centros idóneos para la formación del clero no había dado todos sus frutos, debido, esencialmente, a problemas económicos y de dotación. Así, junto a los sacerdotes de origen universitario o los formados en seminarios y escuelas conventuales de Teología siguieron existiendo los procedentes de escuelas locales de latinidad o que apenas habían realizado estudios, encontrando estos últimos empleos más fácilmente en las parroquias sobre las que se ejercían patronatos laicos o bien como titulares de determinadas capellanías. Durante el siglo XVIII, sin embargo, aumentó la preocupación, tanto en las autoridades eclesiásticas como en las civiles, por mejorar la formación del clero. Se aumentó el número de seminarios y se mejoró la enseñanza impartida en ellos. En Francia, el movimiento se remonta ya a la segunda mitad del siglo XVII; en España, tras la expulsión de los jesuitas, se dieron las órdenes pertinentes para que determinadas casas de los expulsos se transformaran en seminarios. Y el nivel cultural del clero fue, lógicamente, elevándose. Los clérigos toscos y bravíos, que aún quedaban, eran cada vez más la excepción. Más frecuentemente, los curas párrocos proseguían su formación tras los estudios básicos, manteniendo bibliotecas personales más o menos nutridas cuya base estaba formada por libros de moral y espiritualidad y en la que podía haber ejemplares de las más diversas materias. Y el grado de cumplimiento de sus obligaciones se juzgaba mayoritariamente satisfactorio en las visitas a que eran sometidos periódicamente por sus superiores.

Las relaciones con los fieles eran, como no podía ser menos, diversas en función de múltiples factores. Su grado de influencia en los parroquianos, desde todos los puntos de vista, era mucho mayor en el mundo rural que en el urbano y era también en aquél donde el más estrecho contacto daba lugar a las situaciones más complejas e, incluso, contradictorias. El párroco rural tenia una dimensión rayana en lo coercitivo -control del cumplimiento por Pascua florida, imposición de penitencias, percepción de tributos, cobro de rentas...- y otra mucho más positiva -consejos, ayudas de todo tipo, intermediario ante autoridades...-, incluso con algún aspecto que participaba de ambas podía ser también, ocasional o habitualmente, prestamista de dinero o granos-. Y fue en el mundo rural principalmente donde los gobiernos ilustrados de todos los países católicos trataron de instrumentalizar la figura del párroco, convirtiéndolo poco menos que en un funcionario de quien lo mismo se esperaba que cumpliera diferentes tareas de información como que realizara una eficaz tarea de difusión del espíritu de las Luces y de medidas que pretendían mejorar las condiciones de vida del campesinado. El ejemplo español del envío a todos los párrocos del Discurso "sobre el fomento de la industria popular", de Campomanes, es bien ilustrativo al respecto. Y, ciertamente, no faltaron los curas que colaboraron activamente con los proyectos gubernamentales o que, a titulo individual, trataron de introducir novedades económicas o sanitarias. En cuanto a Francia, el grado de aceptación que la Constitución Civil del Clero de 1791 tuvo entre el clero parroquial (fue asumida por algo más de la mitad) nos habla de que había bastantes clérigos a finales del siglo XVIII (al menos, en este país y entre los párrocos) que participaban de las inquietudes colectivas y de los nuevos aires políticos.

El complejo clero regular, que hasta las primeras décadas del XVIII había vivido una etapa de esplendor y crecimiento, sufrió posteriormente unos años más críticos y fue el blanco preferido de los ataques ilustrados. Su elevado número, su condición de grupo sin utilidad social aparente y sus cuantiosas riquezas eran las principales razones que concitaron la enemiga de los gobernantes dieciochescos, incluidos los fervientemente religiosos. Incuestionable la primera, la segunda no puede suscribirse sin matizaciones, ya que casi todas las órdenes religiosas, en mayor o menor medida, y especialmente en sus centros urbanos, desarrollaban una labor caritativa cuya importancia no podía desconocerse; otras (hermanos de san Juan de Dios, hermanas de la caridad de san Vicente de Paúl) estaban dedicadas primordialmente a tareas asistenciales; y también era destacable la participación de los religiosos en la enseñanza. En cuanto al asunto de sus riquezas, tan cierto era su gran volumen global como la existencia de enormes diferencias entre órdenes e incluso entre casas de una misma orden. Eran enormes, por ejemplo, los bienes de determinadas abadías benedictinas o de los monasterios jerónimos españoles; pero junto a ellas, los conventos de religiosos mendicantes seguían viviendo fundamentalmente de las limosnas directas o indirectas de los fieles, y no pocos, sobre todo en Francia y en la segunda mitad del siglo, en que aquéllas empezaron a disminuir, pasaban serios apuros económicos.

Por otra parte, la independencia de las órdenes frente al Episcopado hacía que el apoyo de la jerarquía eclesiástica secular no siempre fuera incondicional. Y menudeaban las tensiones entre el clero parroquial y los regulares establecidos en las proximidades de sus parroquias por cuestiones, casi siempre, de captación de fieles o, lo que es lo mismo, de limosnas, reparto de sufragios post-mortem y grado de influencia y prestigio en la población.

El origen de los religiosos era muy diverso. En las órdenes monásticas abundaban los miembros de familias acomodadas y altas, incluyendo, por supuesto, nobles, y procedentes de un ámbito geográfico muy amplio, mientras que en las mendicantes su procedencia geográfica se circunscribía más concretamente al centro de su ubicación -medio urbano o semiurbano y, al avanzar el siglo, cada vez más de su entorno rural- y su medio social predominante, las capas medias, tanto del mundo de los oficios como del campesinado terminaría dominando éste con el paso de los años-. En cuanto a las órdenes femeninas, fueron las que menos deterioro experimentaron a lo largo del siglo. Aunque no solían contarse entre las más ricas (había excepciones notables, sin embargo), la exigencia de una dote para entrar en ellas concentraba el origen social de las monjas en las capas medias y altas; la estrecha concepción que no concebía alternativas válidas para aquellas mujeres al margen de matrimonio o convento contribuyó decisivamente a que se mantuvieran mejor, en cuanto al número de profesiones, que las órdenes masculinas.

Pero, como hemos señalado, fue el clero regular el más atacado por los gobiernos ilustrados. Es paradigmática a este respecto la creación en Francia, en 1766, de la denominada Comisión de Regulares, que trató de limitar determinados abusos y, entre otras medidas, ordenó la agrupación de casas con corto número de religiosos, la supresión de algunas, la confiscación de sus bienes y su transferencia a seminarios y centros educativos y estableció limitaciones de edad para la formulación de votos. La reducción de conventos no se limitó a Francia, sino que afectó también, por ejemplo, al territorio imperial.

Eran éstas, y otras que han ido apareciendo a lo largo de la exposición, medidas inscritas en el marco más amplio de la presión del centralismo ilustrado sobre la Iglesia, que en España concretamente, con la cuestión del regalismo, mantuvo agitado todo el siglo XVIII; que alcanzó momentos de elevada tensión a propósito del Monitorio de Parma -condena en 1768 por el papa Clemente XIII de las enérgicas medidas desamortizadoras, de imposición fiscal sobre bienes eclesiásticos y de centralización y nacionalización de la vida religiosa tomadas en el pequeño ducado de Parma-; que consiguió una de sus realizaciones más espectaculares -asestando de paso una tremenda humillación al Papado- con la imposición, por parte de los monarcas católicos, de la disolución de la Compañía de Jesús tras la previa expulsión de sus respectivos territorios; y cuya intensidad, en el caso del Imperio, alarmó tanto a Roma que el propio Papa, en una decisión sin precedentes, trató inútilmente de detener viajando a Viena (1782) para entrevistarse con el emperador José II. De todo ello se habla en un capítulo posterior de este libro, así como de otras cuestiones que incidieron notablemente en el desgaste sufrido por las Iglesias durante el siglo XVIII. Debemos, no obstante, aludir aquí, aunque sólo sea someramente, a las disputas internas, como el metodismo y el pietismo en el campo protestante, o los últimos coletazos del jansenismo en el católico (en Francia, principalmente, pero también con ciertas ramificaciones en cuanto a actitudes políticas sobre todo en España y otros países católicos); a los ataques de los intelectuales -¿es preciso recordar a Voltaire o la Enciclopedia?- y al desarrollo del deísmo entre las capas ilustradas, así como el de asociaciones laicas (francmasonería) vinculadas a estas actitudes; a la creciente tolerancia hacia otras confesiones, adoptada primero como actitud social por las elites cultas y que llegaron a plasmarse en medidas de gobierno (Edicto de Tolerancia del emperador José II en 1781; en Francia, en 1787); la propia Iglesia contribuyó a debilitar vínculos con gran parte de sus fieles al apostar por una religión más limpia de prácticas populares supersticiosas...

Todo ello se tradujo en una pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad y un incremento del laicismo, manifestado, por ejemplo, en el descenso experimentado en algunos países y de forma acusada en Francia desde 1750-1760, aproximadamente, por limosnas, mandas y disposiciones testamentarias en favor de la Iglesia; por el creciente fraude que paralelamente se dio en la recaudación de los diezmos; por la disminución en algunas áreas concretas de las vocaciones religiosas, o por la difusión de prácticas anticonceptivas, contrarias a las enseñanzas de la Iglesia, a que hemos aludido con anterioridad.

Pero, como siempre, las generalizaciones olvidan excepciones. En España, por ejemplo, la Iglesia -que en una fracción nada despreciable respondió a la presión intelectual y política y a los abundantes conatos desamortizadores alineándose ideológicamente con las posturas más conservadoras y, cuando se plantee la disyuntiva, con los defensores del Antiguo Régimen- conservaba casi intacta su capacidad de influencia en la masa, y lo demostraría con el importante papel desempeñado, apelando al espíritu de cruzada, en la movilización de la sociedad durante las guerras contra la Francia revolucionaria. Y en un país tan lejano del nuestro como Polonia la ausencia de un poder monárquico fuerte impidió el ataque sistemático a la Iglesia y, más concretamente, al clero regular, que seguirá creciendo durante el siglo tanto en establecimientos (674, en 1700; 884, en 1772-1773) como en número de religiosos (de 10.000 a 14.5000 en el mismo período). Formados en Roma muchos de sus elementos más destacados, llevarán a cabo, en mayor medida que el clero secular, una eficaz síntesis de la ilustración cristiana occidental y sus tradiciones autóctonas. Y consiguieron de esta forma articular un espíritu peculiar que, andando el tiempo, cuando se produzca el reparto del país entre las potencias vecinas, será decisivo en el mantenimiento de la propia identidad nacional.